Nunca he estado en una matanza y el otro día me invitaron.
Fue una amable invitación por mediación de unos amigos para asistir a una tradicional matanza en la localidad de Borrenes. No representa la matanza uno de estos incentivos que motivan y estimulan mi existencia, creo por eso que en primer momento pensé en declinar la invitación pero finalmente, no sé si ese gusto por lo desconocido, ese morbo por lo desagradable o la ventura de emprender un nuevo camino que hace al hombre sentirse vivo, me llevó a allegarme a este pintoresco pueblo para experimentar una nueva vivencia.
Cuando llegué no sabía a lo que me enfrentaba, pero al principio lo que me extrañó fue la ausencia de la sangre, los cuchillos, los gritos, el fuego y el sudor humano de los que me habían hablado. En cambio, amablemente me invitaron a entrar en una bodega en la que, en una humilde mesa de madera y rodeados de tinos de vino, departían amablemente Ernesto, Carlos y Pío.
La mesa estaba repleta de las diferentes formas en que los lugareños preparan las carnes del cerdo, ese bailón y glotón animal que es sinónimo de prosperidad y abundancia, y es que no es coincidencia el hecho de que las huchas en multitud de países cristianos tomen su forma con notable frecuencia.
La matanza que yo viví no fue más que una opípara xuntanza entre amigos en la que, estimulados con abundante vino, degustamos por igual los manjares que el gorrino nos ofrece y las delicias que la tradición berciana nos ha legado. Agradecí en este punto la ausencia de sangre y todos sus aditamentos.
Con singular deleite escuché la historia que el amigo Ernesto narró, que no es otra que la del bandolero Lucifero, apuesto facineroso que al parecer poblaba a finales del siglo XIX los montes de las cercanías de Molinaseca y que contaba con una nutrida banda que con mano de hierro dirigía. Tuvo esta banda tan gran poder que robó, derribó y quemó casares y pueblos desde Ponferrada hasta la más eremítica Tebaida berciana.
Cuentan que Lucifero repartía generosamente y con equidad entre los bandidos y viandantes los objetos de sus rapacerías. Esta clase de justicia distributiva que la banda mantenía dotaba de armonía la convivencia diaria entre los bandidos. Pero la más llamativa imposición de su líder era la prohibición categórica del robo y hurto entre ellos, por otra parte sustento y alimento de su pequeña logia.
Romántica e idealista organización la de este Lucifero – dijo Carlos.
No pensará lo mismo mi abuelo Pío, con lo que hicieron a su familia en aquel invierno del 87 – sugirió su camarada Pío.
Nunca he estado en una matanza.