Revisando el extraordinario trabajo de María Moliner, me propongo reflexionar sobre la pretendida precisión matemática de las palabras.
María, bibliotecaria y filóloga, concibió un diccionario alternativo en el que junto con la palabra no sólo se incluía la tradicional definición de la misma, sino también se añadían sinónimos, frases hechas, expresiones, familias de palabras relacionadas, en definitiva un pequeño universo asociado al vocablo que lo hacen poliédrico e infinito.
Y es que existe una mentalidad que nos lleva a la errada lógica que nos hace pensar que todos queremos decir lo mismo con las mismas palabras, cuando en realidad con frecuencia con las mismas palabras queremos decir cosas opuestas, y con palabras opuestas la misma cosa.
Al fin y al cabo esta es la gracia de la conversación, pues si mi prójimo quisiera decir lo mismo que entiendo yo con sus palabras, y yo con las mismas palabras quisiera trasmitir idéntico contenido, ni sus palabras enriquecerían mi espíritu ni las mías enriquecerían el suyo.
Así pues, tengamos la fiesta en paz, y demos a las palabras el sitio que han de tener, como herramienta flexible y capaz de expresar un pensamiento mediante el lenguaje articulado.
Pues si bien el rojo es rojo entre todas nuestras tribus, en algunas aparecen tonos cardenalicios, en otras predomina el burdeos, y en las menos el rojo pasión, que es la pasión que nos ciega para llamar a todo el rojo, rojo.
Y aún hay quién dice que pensamos palabras, ¡necio le llamo!, pues incide en el error de atribuir a las palabras una naturaleza equivocada y además considera el pensamiento vacío de su principal virtud y es que es flor de una creación de mente humana y ¿porqué no? animal.
Es la conversación con palabras la que me confronta al prójimo, y en ésta ambos prosperamos porque si mi prójimo fuera yo mismo, ¿para qué quiero a mi prójimo?