Una Historia Cualquiera

Todo empezó cuando Abuelito cogió las viñas de su madre. Podría haber elegido entre la casa y las viñas, pero siempre había tenido cariño por este pedazo de tierra. Pasaba largo tiempo en ellas, iba siempre con su perro, la tijera, una sierra, un sacho, y su bota de vino. Solía podar en el menguante de marzo, recogía la sarmienta, y a partir de entonces empezaba un ciclo que milagrosamente acababa con la vendimia de un puñado de cestos de Mencía.

Trabajaba el suelo con un viejo arado que enganchaban su hermano y él a una pareja de bueyes que bajaban de Villar de Acero. En primavera echaban tres manos de azufre siguiendo las indicaciones de Primitivo, y en verano retiraba a mano los brotes que surgían en la base de las cepas.


Su última vendimia fue muy alegre y emotiva. Llevaba meses con una tos muy fea que a veces le hacía escupir sangre. En junio, se había caído desde lo alto de un cerezo que había plantado en el margen del reguero, y desde entonces caminaba con una armoniosa cojera. Fuimos a ayudarle toda la familia: hermanos, hijos, nietos, yo por aquel entonces era un crío. Todos sabíamos que algo terminaba y que pronto empezaría una nueva era.

Papá cogió las viñas con nuevas y deslumbrantes ideas, las cosechas llenarían de uvas el lagar, venderíamos el vino a unos amigos que habían abierto un restaurante en Melide y, lo más importante, íbamos a dejar de trabajar la tierra con esos incómodos y sucios bueyes de Villar de Acero. Isidro había venido con un señor de Madrid y nos había dejado una botella con un líquido que mezclado con agua y aplicado al suelo, mataría todas las hierbas dejando la viña limpia como una patena.

Ese año, la vendimia fue muy parecida a las anteriores, y más o menos cogimos el mismo número de cestos. Todo iba por buen camino. Se decidió seguir aplicando nuevos métodos, una vez retirada la competencia con otras plantas con la aplicación de los herbicidas, lo que tendríamos que hacer era nutrir a la cepa: llegaron los fertilizantes químicos. Ya casi no había animales en nuestro pueblo, y era un engorro el abonado tal y como hacía el abuelo. Echando esos polvos mágicos en el suelo las plantas cogerían vigor, las uvas se hincharían y la cosecha duplicaría.

Y duplicó. El vino se vendió muy bien. Todo parecía ir por buen camino.
Sí que es cierto que empezaron a surgir algunos problemas, empezaron a aparecer nuevas enfermedades pero siempre venía alguien con una bolsa o botella que era la panacea de nuestros contratiempos: fitosanitarios, fungicidas, insecticidas, antobotríticos… teníamos en casa una auténtico vademécum, éramos unos auténticos expertos en viticultura.

Cuando ya fuimos mayores papá nos sentó en la mesa del salón para estudiar qué hacer con la viña del abuelo, sacó su pluma, un montón de papeles y una hoja en blanco. Sumamos las uvas recolectadas le multiplicamos su precio y después restamos todo lo que habíamos gastado en maquinaria, mano de obra y productos.

 – Hijos, me he equivocado, perdemos dinero. No podéis quedaros aquí tendréis que ir a trabajar fuera, esto va por mal camino. Abandonaremos la Viña del Abuelo. 

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