Observo la agenda del mes y compruebo como de un tiempo a esta parte, enólogos y elaboradores se han convertido en una suerte de monologuistas que celebran aclamadas presentaciones en las que se autoencumbran elogiando su trabajo, esfuerzo y el resultado de sus desvelos.
Convocan a sus seguidores en tiendas y restaurantes. Alguno de ellos parece más una estrella de rock que un agricultor, lucen atuendos grotescos, exhiben apariencias estrafalarias y emplean lenguaje grandilocuente.
Sobre su púlpito nos ilustran con sus pretenciosos conocimientos atreviéndose a analizar el panorama del sector, pronosticando su futuro, evaluando sus debilidades y descubriendo sus oportunidades. Emplean un tono bien sonoro y visionario.
Llegando al punto del vino, describen y destripan el preciado líquido con una abigarrada retahíla de epítetos artificiosos que a la gran mayoría de los presentes deslumbran y obnubilan.
Parecen haber olvidado todo lo bello y noble de un oficio que no es otro objeto que participar en la elaboración de un vino que proporcione alegría y goce a sus bebedores, convirtiéndose en un ingrediente más de tan conocida receta de felicidad. A éstos les recordaría una frase que quedó grabada en mi memoria y que va ahora como anillo al dedo: el buen vino no necesita bandera.
Dicho esto, este viernes 8 de febrero me han convocado para un encuentro en una flamante tienda de vinos en Ponferrada para poder hablar de mi trabajo, ilusiones, desvelos y demás ensoñaciones.